Eran las cinco y veinte de la tarde y su tren estaba a punto de llegar a la estación, contaba los minutos impaciente, deseando escuchar el silbido de la locomotora anunciando la llegada.
Llegaría a las cinco y media si no venía con retraso como en otras ocasiones.
Sentada en un banco de madera, carcomido por el paso del tiempo, Esperanza observaba los oxidados rieles y los agrietados traviesos del camino de hierro.

Orgullosa de ser hija de un ferroviario, en la escuela presumía conocer como funcionaba cada palanca de la locomotora de su progenitor. De mayor quería ser como su padre, maquinista de tren, le apasionaba subir a la locomotora y fantasear largos viajes con el atuendo que su padre le había regalado en su último cumpleaños.
Cada lunes su papaíto, como le llamaba Esperanza con cariño, la cogía en brazos y le explicaba el funcionamiento de las palanca que componían el cuadro de la locomotora. Juntos inventaban emocionantes rutas en la que no faltaban polizones, piratas, refinadas señoritas y monstruos bicéfalos como pasajeros destacados; iban subiendo y bajando al anden en fantásticos pueblos donde moraban lugareños peculiares, recibiendo a Esperanza y a su papaíto como un gran día de fiesta.
El reloj de la estación marcaba las cinco y media y el tren aún no había llegado a su destino. Pasaban los minutos, y aquel enorme reloj envejecido por los años y el desuso, había inmovilizado las herrumbrosas manizuelas, el tiempo se había parado en la vieja estación.
Esperanza, vestida de domingo, se levantó del banco, miró hacia el lejano horizonte con la ilusión de visionar el humo que escupía la chimenea de la locomotora. Sólo vio las grises nubes del firmamento acechando una inmediata tormenta. De vuelta al banco, sus ojos transmitían tristeza, el tren llegaba con retraso.

Un sonoro silencio por el soplido del bramido viento, barría la alfombra de hojas secas del pavimento de la abandonada estación.
– ¡Madre, por fin te he encontrado!, ¡qué susto me has vuelto a dar!, te he buscado por todo el pueblo!-, dijo su hijo asustado y sofocado al encontrarla. -¿Qué haces otra vez en la vieja estación?-, le dijo el hijo un poco más calmado.
-¡Papaíto!-, respondió Esperanza con una enorme sonrisa. -¡Llevo esperándote desde las cinco, como cada lunes!-, transmitía Esperanza con aquella mirada perdida, anclada en su único recuerdo. -¡Hoy no has tocado el silbato de llegada, he tenido miedo que hubieras descarrilado!-, enfatizó Esperanza con lágrimas en sus apagados ojos.
-¡Madre, el abuelo murió hace sesenta años!-, respondió su hijo emocionado mirando los ojos de Esperanza.
El hijo cogió a su madre de la mano para llevarla a casa; el tiempo había empeorado.
Ambos observaron aquella vieja estación, se miraron fijamente a los ojos, los de Esperanza transmitían el olvido, los de su hijo tristeza al sentir cómo su madre se iba apagando como una vela. La delicada salud de Esperanza iba borrando su memoria, en ella sólo permanecía el recuerdo de su infancia en aquella estación.